Si Sicilia fuera un ser divino, sería una diosa griega:
poderosa, en ocasiones castigadora, casi siempre protectora, un punto
orgullosa y ciertamente seductora. Cargada de un simbolismo que su
arrolladora mitología se ha encargado de nutrir, la isla italiana derrocha tanta personalidad que podría pasar por un estado independiente de Italia. Sicilia es un pura sangre. Esto es así.
La sola mención de su capital, Palermo, nos traslada irremediablemente al trabajo cinematográfico de italianos afincados en Nueva York que no pudieron dejar atrás su amor por los fogones de la mamma, ni el ferviente vínculo que te ata sin remedio a la famiglia,
ni el misticismo que impregna hasta el más nimio de los detalles, ni
por supuesto la manera de entender la vida y la muerte: todo ocurre
aquí, en un territorio insular que besa el Mediterráneo y hornea un sol casi africano.
La cultura grecolatina ha hecho mucho por la fascinante imagen que nos
hemos formado de Sicilia. Encontramos sus huellas en buena parte de la
arquitectura de la región italiana, como los tres templos dóricos del municipio costero de Agrigento, emplazados en un conjunto de ruinas francamente esplendorosas al amanecer o al atardecer. Otra muestra es el Valle de los Templos,
en la misma ciudad, donde el poeta Píndaro, cautivado por su belleza,
regalaría a la historia de las declaraciones de amor esta sentencia: “la más hermosa ciudad de los mortales”. Enamorados o no, lo cierto es que en este enclave italiano se dejaría conquistar hasta el más desabrido de los mortales.
El verdadero encanto de Sicilia reside en descubrir sus rincones por carretera,
por eso lo más recomendable es alquilar un coche. Aunque las suaves
temperaturas y sus paisajes color pastel invitan a imaginarnos en una
moto, eso sí, ligeros de equipaje. Una pista para los 'sobre ruedas': Erice,
cuya infinidad de iglesias disgregadas en su diminuto territorio no
atrae a tantos turistas como cabría imaginar; un remanso cuyas
callejuelas han inspirado algunas de las crónicas del imaginario griego.
Para los que no sufran de claustrofobia, la localidad de Marsala esconde un tesoro bajo tierra: la cámara funeraria romana de Crispia Salvia.
Ya en la superficie, y en pleno corazón de la isla, Morgantina es el paraíso de los que se deleitan con una de las manifestaciones artísticas más deslumbrantes de los griegos: los mosaicos.
Es más, aquí descubrirás por qué el trigo está detrás de esta forma
artística. Compitiendo en hermosura, los coloristas mosaicos de la villa romana de Casale, en la localidad interior de Piazza Armerina,
recuerdan una vez más que los griegos de arte sabían un rato. Si aún no
te has dejado atrapar por el publicitado síndrome provocado por el goce
artístico, acude a Segesta.
Quizá las solemnes piedras de su templo y teatro dóricos te transporten
sin remedio a la época dorada helena. Si esto tampoco surtiera efecto,
al suroeste de la isla se emplaza Selinute, los vestigios de una inmensa y desaparecida ciudad cuyo encanto se distribuye en 270 hectáreas.
En la costa este siciliana hay dos ciudades imprescindibles: Siracusa y Taormina. Si nos dejamos arrastrar por las curvas de la calle principal de Sarausa (en siciliano), encontramos la Fuente de Aretusa
donde el agua es más potable que sagrada. Cuenta la mitología que la
diosa cazadora, Artemisa, convirtió en fuente a la ninfa Aretusa, con el
fin de protegerla de su pretendiente Alfeo. Pero si hay algo que amaban
los griegos más allá del deporte, eran las artes escénicas. Y como antigua colonia griega, Siracusa cuenta con uno de los teatros
al aire libre más fascinantes del gran legado cultural griego, con
embriagadoras vistas al Mediterráneo en su tramo Jónico donde se
congregó lo más granado de la sociedad helena.
Para los que efectivamente son blanco perfecto del Síndrome de Sthendal, Taormina resulta francamente peligrosa. Un escenario de ensueño
en lo alto de una colina donde algo tan sencillo como pasear te sube el
guapo. Sí, aquí también le dedicaron un templo al arte de actuar. ¿Te
atreves a compararlo con el de Siracusa?
El mejor momento para viajar a la isla mediterránea es la primavera.
Pero no sufras si eliges el verano: puedes refugiarte en las frescas
salas de sus museos. Irreverente en sus formas, visceral en su fondo, Palermo presume de una fascinante arquitectura tatuada por impactos de bala,
una atmósfera que rezuma decadencia, cierta intriga –todavía hoy
ciertos asuntos resultan innombrables-, una magia que hace honor a su
leyenda y un espacio que alberga reliquias que narran la historia de
esta isla, el Museo Arqueológico.
Y es que Sicilia, la mayor de las islas del Mediterráneo,
divide sus encantos entre el magma de sus volcanes y el azul de un mar
quizá testigo y ciertamente inspirador de los relatos que conforman la
extensa mitología griega.
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